sábado, 3 de noviembre de 2012

Juana: El Papa que fué Mujer...




La leyenda de Juana, la papisa, la única mujer en sentarse en trono pontificio, suele estar adornada con detalles fantásticos, pero también de omisiones, por lo que resulta muy difícil extraer algo, cualquier cosa, que podamos clasificar como verdadero más allá de toda duda.

En consecuencia, este artículo se basará tanto en la leyenda como en datos concretos. Estará en el lector inquieto despejar el material superfluo de lo estrictamente histórico.

Juana nació en Ingelheim, cerca de Maguncia, en el año 822 d.C. Para algunos era hija de un monje, para otros, de un predicador intinerante que intentaba difundir el evangelio entre los ásperos sajones. La muchacha creció con algunos beneficios académicos, ya que en aquella época las mujeres estaban prohibidas en la educación, cuya única sede era la Iglesia. En sus primeros años de adolescencia ingresó en la carrera eclesiástica vestida de hombre, para algunos cronistas, persiguiendo el amor de un estudiante.

Allí adoptó el nombre de Johannes Anglicus, es decir, Juan el inglés.

Ya en su rol masculino viajó a Constantinopla, donde entró en contacto con la emperatriz Teodora; estudió medicina con el rabí Isaac Israli; y finalmente ingresó en la corte del rey Carlos el Calvo. En 848 Juana se trasladó a Roma, donde obtuvo el cargo de docente. Su identidad, perfectamente disimulada, se encontraba a salvo. Todo el mundo quería hablar con ese muchacho de facciones delicadas que mostraba una erudición virtualmente sobrehumana. Su reputación de intelectual la ubicó como asesora del papa León IV, y enseguida se puso al frente de los asuntos internacionales del Vaticano.

En julio de 855, tras la muerte de León IV, Juana se convirtió en su sucesora bajo el nombre Benedicto III, para otros, Juan VIII. Tras dos años de exitoso pontificado, la papisa Juana, que secretamente escondía un embarazo avanzado fruto de sus relaciones con el embajador Lamberto de Sajonia, sufrió las contracciones del parto durante una procesión pública, y finalmente dio a luz en medio de la multitud.

Según el informe de Jean de Mailly, Juana fue lapidada en el acto por la turba enfurecida, que atestiguó impávida como el papa levantaba sus ricas vestiduras mientras su cortejo lo asistía en el trabajo de parto. Por otro lado, Martín de Opava informa que la multitud no atacó a Juana, y que ésta murió a causa de una complicación durante el parto, aunque coincide en que éste tuvo lugar en la vía pública.

Por cierto, la leyenda de la papisa Juana tuvo sus detractores, luteranos y católicos en su mayoría, que sin aportar pruebas concluyentes sepultan aquel evento extraordinario bajo una mortaja de negación casi patológica. Uno de los argumentos más firmes en contra de la existencia de Juana es que ninguna mujer de tamaña erudición desconocería los tiempos del embarazo. En consecuencia, nunca se arriesgaría a un parto en público si pudiese evitarlo. Otros comentadores, acaso menos proclives al pensamiento inducido, sostienen que aquel parto no fue producto de una casualidad, o de un desconocimiento de los procesos del alumbramiento, por el contrario, fue un acto deliberado y pensado para que el mundo observe directamente que uno de los mejores y más ilustrados pontífices de todos los tiempos era una mujer.

Como prueba de la existencia real de Juana podemos decir que aquel parto se produjo en una calle entre el Coliseo y la iglesia de San Clemente, sitio que nunca más fue pisado por ningún otro pontífice, sin dudas a causa del horror que aquel hecho extraordinario le produce a la sensible memoria iglesia.



La tumba de Juana, ubicada en un sitio impreciso de Roma, fue señalada con un sarcástico epitafio en latín recogido por Jean de Mailly en su Chronica Universalis Mettensis, y que da cuenta de la femineidad irrefutable de juana:

Petre, Pater Patrum, Papisse Prodito Partum.
(Pedro, padre de padres, propició el parto de la papisa)

Lo cierto es que el nombre de Juana fue borrado de los archivos pontificios, pero no así del temor y la indignación de todos los sabios y fieles que se sintieron ridículamente estafados por la presencia de una mujer en el trono del mundo. Pero la historia de la papisa Juana, el papa que fue mujer, no sólo quedo registrado en la leyenda, sino en el protocolo papal, cuyas extravagancias parecen admitir la verdad de aquellos acontecimientos remotos.

Por ejemplo, ningún papa posterior se atrevió a recorrer ese pasaje estrecho frente a la iglesia de San Clemente, en medio del trayecto a Letrán, sitio que se considera indigno a causa de aquel parto público que reveló no sólo que una mujer estaba en la cima de la fe, sino que además la habitaba con juiciosa erudición, decisiones acertadas y políticas públicas que mejoraron notablemente la calidad de vida de los ciudadanos.

Después de Juana se hizo un profundo silencio en el reino de Dios en la tierra. Y es en ese silencio donde podemos hallar un vestigio de verdad, de admisión, de restrospectivo reconocimiento de la misteriosa mujer que fue ocupó en trono del Señor en el mundo.

Después de la muerte de Juana, y de la supresión de su nombre en las listas y archivos papales, se procedió a instalar un protocolo que abarca a todos los papas hasta nuestros días. Ante la elección de un nuevo pontífice, un eclesiástico de reputación intachable debe examinar manualmente la virilidad del nuevo papa a través de un orificio en el trono. Finalizado el examen, si todo está en su sitio, el encargado debe exclamar vívamente la siguiente frase, que sin dudas es recibida con regocijo por cardenales, obispos y eunucos:

¡Duos habet et bene pendentes!
(¡Tiene dos, y cuelgan bien!)


Lord Aelfwine. El Espejo Gótico.


ATTE: Titania

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